El valor intrínseco
Desde los años 70 del pasado siglo se viene discutiendo en el campo de la ética ambiental cuál debería ser el cambio de enfoque conceptual que haga posible la conservación efectiva de la Naturaleza. Para algunos especialistas, ese cambio pasa por dejar de considerarla como instrumento para satisfacer nuestras propias necesidades, y empezar a valorarla en sí mismo, independiente de su posible aprovechamiento humano. Es el debate entre el valor instrumental o el valor intrínseco. Para estos autores, solo cuando demos un valor en sí a la Naturaleza y todos sus componentes empezaremos a relacionarnos con ella de modo que se garantice su continuidad. Para otros filósofos, no es preciso darle un valor intrínseco a la Naturaleza para conservarla, ya que, además de la dificultad práctica de conceder ese valor instrínseco, piensan que el valor instrumental no es necesariamente menor. Un ejemplo sería el valor de una fotografía de la boda de nuestros padres (intrínseco) que seguramente será menor que el de un riñón que alguien nos ha donado para corregir una insuficiencia renal (instrumental).
Otra dificultad de más calado sería en qué medida podemos dar un valor intrínseco a la Naturaleza y sobre qué base. Algunos autores opinan que no es posible darle propiamente un valor intrínseco a algo más allá de la especie humana. porque solo podemos juzgar el exterior desde una visión antropológica. Realmente no resulta sencillo encontrar bases para fundamentar el valor intrínseco, por encima de que se postulen como tales en distintas escuelas de ética ambiental. Basta indicar que la mayor parte de los grupos ecologistas que conozco, que serían en principio los principales defensores del valor intrínseco, basan sus campañas en buena medida en el interés humano, principalmente en cuestiones de salud (efectos perversos de la energía nuclear o de la contaminación del aire o del agua). Los partidarios de la denominada "ecología profunda" serían partidarios de un valor igualitario para todas las especies, incluyendo la humana. El ser humano no está por encima de ningún otro, y solo le es éticamente aceptable usar a otros seres vivos para satisfacer sus necesidades más básicas. Este igualitarismo biológico puede ser atractivo intelectualmente, pero resulta muy complicado de mantener en el práctica. Ni siquiera entre los grupos animalistas más comprometidos se da el mismo valor a un lince ibérico que a una mosca.
En mi opinión, después de darle algunas vueltas a este asunto, uno de los pocos argumentos consistentes para dar valor intrínseco a la Naturaleza es el religioso. Si uno cree firmemente que Dios ha creado el mundo, y cada uno de los seres que lo pueblan, los actuales y los pretéritos, entonces hemos de concluir que cada criatura existe por designio de Dios, o dicho de otra forma, es querida por Dios, que la ha llamado al ser por su propia bondad. La Creación es un regalo que los seres humanos apreciamos en su plenitud pero que afecta a todas los seres, incluso a los inanimados, que por su sola existencia dan gloria a Dios. Si Dios ha querido que existan todas las criaturas, ¿quien somos nosotros para eliminarlas? Sólo cabria justificarlo en virtud de satisfacer nuestras necesidades, como hacen las demás criaturas en la cadena trófica, que les lleva a asegurar su alimentación. Ese podría considerarse un valor instrumental (servir de alimento a otros seres), pero es secundario sobre el valor propio que explica su propia existencia. Creo que lo recoge bien el Papa Francisco en la Laudato si: "Estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria», porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31)". En muchos lugares de la tradición judeo-cristiana se habla de ese valor intrínseco, las criaturas bendicen a Dios por ser como son, y se unen entre ellas para alabarle en su conjunto: "¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra; exulte el campo y cuanto en él existe, griten de júbilo todos los árboles del bosque" (Salmo 96).
A juzgar por la escasa importancia que muchos creyentes dan a la cuestión ambiental, parece que todavía no lo estamos explicando demasiado bien.
Otra dificultad de más calado sería en qué medida podemos dar un valor intrínseco a la Naturaleza y sobre qué base. Algunos autores opinan que no es posible darle propiamente un valor intrínseco a algo más allá de la especie humana. porque solo podemos juzgar el exterior desde una visión antropológica. Realmente no resulta sencillo encontrar bases para fundamentar el valor intrínseco, por encima de que se postulen como tales en distintas escuelas de ética ambiental. Basta indicar que la mayor parte de los grupos ecologistas que conozco, que serían en principio los principales defensores del valor intrínseco, basan sus campañas en buena medida en el interés humano, principalmente en cuestiones de salud (efectos perversos de la energía nuclear o de la contaminación del aire o del agua). Los partidarios de la denominada "ecología profunda" serían partidarios de un valor igualitario para todas las especies, incluyendo la humana. El ser humano no está por encima de ningún otro, y solo le es éticamente aceptable usar a otros seres vivos para satisfacer sus necesidades más básicas. Este igualitarismo biológico puede ser atractivo intelectualmente, pero resulta muy complicado de mantener en el práctica. Ni siquiera entre los grupos animalistas más comprometidos se da el mismo valor a un lince ibérico que a una mosca.
En mi opinión, después de darle algunas vueltas a este asunto, uno de los pocos argumentos consistentes para dar valor intrínseco a la Naturaleza es el religioso. Si uno cree firmemente que Dios ha creado el mundo, y cada uno de los seres que lo pueblan, los actuales y los pretéritos, entonces hemos de concluir que cada criatura existe por designio de Dios, o dicho de otra forma, es querida por Dios, que la ha llamado al ser por su propia bondad. La Creación es un regalo que los seres humanos apreciamos en su plenitud pero que afecta a todas los seres, incluso a los inanimados, que por su sola existencia dan gloria a Dios. Si Dios ha querido que existan todas las criaturas, ¿quien somos nosotros para eliminarlas? Sólo cabria justificarlo en virtud de satisfacer nuestras necesidades, como hacen las demás criaturas en la cadena trófica, que les lleva a asegurar su alimentación. Ese podría considerarse un valor instrumental (servir de alimento a otros seres), pero es secundario sobre el valor propio que explica su propia existencia. Creo que lo recoge bien el Papa Francisco en la Laudato si: "Estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria», porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31)". En muchos lugares de la tradición judeo-cristiana se habla de ese valor intrínseco, las criaturas bendicen a Dios por ser como son, y se unen entre ellas para alabarle en su conjunto: "¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra; exulte el campo y cuanto en él existe, griten de júbilo todos los árboles del bosque" (Salmo 96).
A juzgar por la escasa importancia que muchos creyentes dan a la cuestión ambiental, parece que todavía no lo estamos explicando demasiado bien.
Comentarios
Publicar un comentario