La primavera ruidosa

Hace ya casi 60 años, Rachel Carlson publicó un libro emblemático en la conservación ambiental: "La primavera silenciosa", que abrió el debate sobre el uso masivo de los plaguicidas y, en última instancia, de los impactos en el ambiente y en la salud humana que una aplicación indiscriminada de la técnica lleva consigo. El título hacía referencia a la previsible muerte de las aves que se alimentan de los insectos contaminados con DDT, lo que llevaría a una primavera sin los sonidos naturales que la manifiestan. El debate abierto por el libro de Carlson llevó consigo a la prohibición del DDT en EE.UU. y en la mayor parte de los países occidentales, aunque la discusión aún continúa sobre su posible aplicación controlada para combatir la malaria. Lo que sí parece indudable es que el DDT, y otros compuestos similares, no se asimilan en la cadena alimentaria, lo que lleva consigo a una distribución mundial de sus restos, en todo tipo de especies y organismos.

No quería, sin embargo, hacer mención en esta entrada a los efectos nocivos de los químicos que se emplean para controlar las plagas o para aumentar el rendimiento de los cultivos, ya les dedicaré otra entrada. Ahora me quería referir a la experiencia "sonora" de la primavera, que para muchas personas que viven en la ciudad resulta casi inédita. No se trata solo de que al vivir en la urbe estamos lejos de los más bellos cantos de los pájaros que habitan los espacios naturales, sino que incluso cuando vamos a esos espacios, seguimos sin escucharlos. 

Dos ejemplos. En el verano de 2019 organizamos un curso sobre contemplación de la naturaleza. Una de las actividades era pasear por sendas naturales, en silencio, sin teléfono móvil. Aunque los asistentes eran personas interesadas en la naturaleza, con una cierta sensibilidad ambiental, el silencio y la falta de comunicación exterior, les resultaron muy difíciles de sobrellevar: simplemente no estaban acostumbrados a escuchar más allá de su propia voz o de su música preferida. La música de la naturaleza ni siquiera les resultaba perceptible. El segundo viene de mi costumbre de realizar excursiones en bicicleta, a través de las vías verdes, un magnífico ejemplo de conexión entre cultura y naturaleza. Como son terrenos muy agradables para pasear, me he encontrado a muchas personas haciéndolo por esas rutas, precisamente en primavera. Con cierta frecuencia, he visto que los viandantes pasean con los cascos del móvil puestos, supongo que escuchando música o, incluso peor, atendiendo alguna llamada prescindible. Salen al campo y no conocen el campo, no solo los sonidos, lo más evidente, sino tampoco los colores, las formas, los nombres de las plantas o animales que encuentran a su paso. La primavera no es silenciosa para ellos, es ruidosa, pero no con el sonido que produce el renacimiento de las vidas dormidas en el invierno, sino con voces y estridencias que valen más para un bloque de apartamentos que para un paseo por el campo. El silencio y el sonido natural ayuda al recogimiento, a la meditación, a pensar en definitiva; el ruido solo entretiene, mantiene lo mismo, supone continuidad en lo intrascendente, quizá por eso se alienta: pensar siempre es peligroso, supone cambiar hábitos, plantearse otras metas, ser crítico, superarse.

Comentarios

  1. Muchas gracias por el artículo. Estoy totalmente de acuerdo. En casa, nos encanta ir al campo. Alguna vez yendo en bicicleta junto al Guadiana (vivimos en Badajoz) observé una escena que me pareció asombrosa. Llamé la atención de mis hijos porque no había visto nunca a un pato llevando un pez moviéndose en el pico y que, imagino, acababa de pescar. Me pareció un momento espectacular que nos regalaba la naturaleza. Y de ese tipo muchos más experiencias, que son sencillamente maravillosos y que los podemos vivir en directo, sin necesidad de estar viendo ningún documental de la tele.

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