Lo natural como categoría moral

No es difícil apreciar que la diversidad cultural e ideológica de la sociedad contemporánea dificulta el establecimiento de principios morales universales, puesto que parece casi imposible reconciliar valores y creencias que pueden llegar a ser muy dispares. Sin embargo, casi todos los seres humanos sentimos que hay valores éticos que deberían ser universales, más allá de las circunstancias sociales, los regímenes políticos o las peculiaridades culturales de cada lugar y momento. Que cada ser humano tiene una dignidad inalienable, que no puede depender de dónde está o de su posición social o económica, resulta un principio que no debería discutirse. De ahí emana la prohibición moral de cualquier práctica que atente a esa dignidad, desde el respeto a la vida hasta la libertad de pensamiento y expresión, el derecho al trabajo, la vivienda o la atención sanitaria. Ahora bien, ¿dónde asentar esos principios y qué hacer cuando se producen conflictos frente a las interpretaciones concretas de esos derechos que crean situaciones conflictivas, como por ejemplo el derecho a decidir de una mujer embarazada y el derecho a la vida de quien está gestando? ¿Qué regla moral podemos proponer que sea aceptable universalmente?

En la cultura occidental esa regla era lo que tradicionalmente se ha llamado ley natural, esto es el conjunto de principios morales ligados a la naturaleza humana y, por ello, comunes a todo ser humano. Ese principio está presente en la cultura clásica, como puede verse en la voluntaria entrega de Antígona ante la ley injusta de Creonte, o en los escritos de Cicerón, y continuó con el cristianismo hasta la ruptura que supuso el empirismo y la Ilustración, donde se plantearon fuentes alternativas de moralidad que han acabado por ser propuestas vacías de contenido concreto, y han dejado lugar a la ética del acuerdo (es moral aquello que acordamos que lo sea) o al positivismo jurídico (es moral lo que la ley dice que es moral).

Me parece que el creciente interés hacia la conservación de la naturaleza puede darnos algunas pistas para plantear una revitalización de la ley natural como principio ético. Si pretendemos conservar la naturaleza es porque asumimos que el estado natural es más perfecto que el alterado por el ser humano, y eso es así precisamente porque es natural, fruto de una evolución determinada, puramente aleatoria, si uno no es creyente, o guiada si uno considera que Dios ha "supervisado" el proceso. En ambos casos se trata del estado más adecuado. Si eso es así con los paisajes naturales, ¿por qué no con la naturaleza humana? Quizá porque no tenemos claro qué es la naturaleza humana, o incluso algunos parece que ni siquiera consideran que existe una naturaleza humana. La evidencia cotidiana apunta, sin embargo, a que es mucho más lo que une a todas las personas que lo que nos separa, y que no resulta muy complicado diferenciar nuestra naturaleza de los demas seres vivos. Basta recuperar la idea clásica de Aristóteles que subrayaba las tres dimensiones definitorias del hombre: animal, social, racional (o espiritual, como prefiramos). Ningún otro animal racional, pero no hemos de olvidar que además de racionales somos sociales y animales, esto es no podemos prescindir de la dependencia de los demás (ser persona es estar en relación con) y de nuestra Biología (somos animales, mamíferos para más señas). Olvidar alguna de estas tres dimensiones en nuestros principios éticos es fundar una moral sin fundamento. Prescindir de que somos animales, que tenemos una biología determinada que no puede modificarse a capricho, lleva consigo consecuencias equivalentes a olvidarnos de la importancia de la biodiversidad natural. Dejar al margen que somos sociales nos lleva al aislamiento y al individualismo que conduce al vacío. Postergar la racionalidad-espiritualidad de los seres humanos es juzgarnos desenfocadamente, pues nada de lo que hacemos habitualmente escapa a ese carácter metamaterial. 

¿Podemos hablar de una moral ecológica? Sinceramente creo que sí, porque lo natural es una categoría moral en la medida en que responde a la dimensión real de la naturaleza humana. La ecología no solo es para respetar nuestro ambiente, sino también para respetarnos a nosotros mismos, a nuestros semejantes. No podemos cambiar los bosques por jardines, porque nuestros jardines no tendrán la belleza ni la funcionalidad de los bosques naturales. Tampoco podemos cambiar nuestra naturaleza para crear un engendro artificial, fruto de una libertad incondicionada. Este esfuerzo resulta una pieza necesaria para elaborar un sólida ecología humana, que resulta impresdincible para conseguir una nueva mirada al mundo que nos rodea y nos ayude a sentirnos parte de él.

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